La vanguardia de las tropas partieron de El Plumerillo, en Mendoza, el 17 de enero de 1817. Su genio político y militar le permitió llevar adelante la proeza de trasladar a su ejército con todos sus pertrechos, artillería y caballos a través de la cordillera más alta de América. Los detalles de una operación que aun se estudia en las academias militares
El 12 de septiembre de 1814 José de San Martín cumplió su primera parte del plan: asumió como gobernador de Cuyo, una jurisdicción recientemente creada que comprendía Mendoza, San Juan y San Luis donde vivían unas diez mil personas, además de tres mil emigrados chilenos. Desde allí se lanzaría a conquistar “esos montes”, como él llamaba a la imponente Cordillera de los Andes.
En Mendoza vivió junto a su esposa Remedios de Escalada en una casa que el cabildo le alquiló a Trinidad Alvarez, en la actual calle Corrientes 343. Destruida por el terremoto de 1861, por años funcionó en esa dirección un taller mecánico. Hoy es el Museo de Sitio y Centro de Interpretación Casa de San Martín. Ahí nació su hija Mercedes, el 24 de agosto de 1816.
San Martín trajo el proyecto libertador en su cabeza cuando desembarcó en Buenos Aires en marzo de 1812. Cuando por fin se declaró la independencia el 9 de julio de 1816 bastaron dos días con sus noches para arreglar la operación con el flamante director supremo, Juan Martín de Pueyrredón. “Ya no nos resta más que empezar la obra”, escribió.
Entendió que para llevar adelante su plan libertador debía generar recursos, más allá de la ayuda del gobierno. Para ello construyó un consenso con el sector mercantil local y arregló algunos conflictos entre los cabildos de Mendoza y San Juan. La situación se complicó cuando el 2 de octubre de 1814, con la derrota de Rancagua, Chile cayó bajo el dominio español, y se cortó el comercio con Mendoza, que dependía en gran medida de las divisas que ese intercambio generaba.
San Martín se dedicó a estimular la producción, reactivando el comercio local de vino, aguardiente, fruta seca y harina; amplió las áreas cultivables con la apertura de canales de riego, le dio un impulso a la minería y a los artesanos locales. En el tema social, armó dispensarios, en los que se aplicaba la vacuna antivariólica e instrumentó medidas de prevención contra la rabia.
Los fondos generados le ayudaron a iniciar un proceso de militarización inédito. Para ello, a escasos cinco kilómetros al noroeste de la ciudad de Mendoza, le encomendó al tucumano José Antonio Alvarez Condarco, cartógrafo y experto en explosivos, el diseño de un campamento militar. El Plumerillo fue el núcleo del origen del poder militar pensado y diseñado por San Martín, quien había hecho convocar a los escuadrones de sus granaderos, desperdigados en distintos puntos del país.
Contaba con galpones, divididos por compañías, con alojamiento para oficiales, barracas para la tropa y otras construcciones. Los granaderos estaban alojados en barracas aparte. En el centro había una gran plaza, donde se desarrollaban ejercicios de instrucción, y sobre uno de los fondos del cuartel, un inmenso paredón servía para las prácticas de tiro. Cuando se liberó Chile, El Plumerillo fue desmantelado, se devolvieron los materiales a sus donantes, y los sobrantes se repartió entre la gente humilde para que pudieran construir sus casas.
Así, el domingo 5 de enero de 1817 fue un día de fiesta en la ciudad de Mendoza. El general correntino de 39 años, de marcado acento español, presentaba en tierra cuyana un ejército, hasta entonces sin precedentes, para liberar a chilenos y peruanos.
El cura Beltrán
Entre los miles de emigrados de Chile, había un franciscano fanático de la ciencia, de la matemática, de la física y de la química, que ya en ese país se había metido de puro curioso en los talleres del ejército de O’Higgins y le había reorganizado el trabajo. Con esos antecedentes, en marzo de 1815 San Martín nombró a fray Luis Beltrán teniente segundo del tercer batallón de artillería y lo puso al frente de la incipiente maestranza y talleres, que el cura transformó en un numeroso equipo de 700 herreros, artesanos y obreros que los turnos rotativos hicieron que el trabajo nunca parase.
Beltrán quedaría ronco para siempre por los constantes gritos y órdenes que, incansablemente, impartía. Todo metal existente en el territorio fue fundido en sus fraguas, de las que salieron municiones, balas de cañón, espadas, fusiles, lanzas, herraduras, uniformes y calzados. También inventó arneses y carros para transportar la artillería por la montaña. “Célebre, digno, incansable”, lo describió en sus memorias el capitán de artillería, el inglés Guillermo Miller, que combatió en las filas patriotas como oficial de artillería.
“Las medidas estaban tomadas para ocultar al enemigo el punto de ataque. Si se consigue y nos dejan poner pie en el llano, la cosa está asegurada. En fin, haremos cuanto se pueda para salir bien, pues sino todo se lo lleva el diablo”, escribió San Martín a Tomás Guido. Así que debió engañar y confundir al poderoso ejército español que aguardaba del otro lado de la cordillera.
Álvarez de Condarco, de memoria
San Martín determinó cruzar por seis pasos, dos principales, el de los Patos y Uspallata y cuatro secundarios: Come caballos, Guana, Portillo y Planchón. Era una empresa que guardaba similitud con un plan inglés de 1800 presentado por el Mayor General Thomas Maitland y que fuera revelado en un apasionante trabajo de Rodolfo Terragno. Mandó a Chile supuestos desertores que revelaban distintos planes, que no hicieron más que confundir a los godos.
Con la excusa de enviar una copia oficial del acta de la independencia de las Provincias Unidas al gobernador español Casimiro Marcó del Pont, San Martín encomendó a Álvarez Condarco que cruzase a Chile por el paso de los Patos. Debía memorizar todos los detalles ya que si lo sorprendían con anotaciones equivaldría a ser fusilado por espía. Sabía que Marcó del Pont intimaría a Álvarez de Condarco a regresar por el paso más corto, el de Uspallata, cosa que sucedió, aunque estuvo a punto de ser fusilado. De todas formas, se tuvo el relevamiento de los dos pasos principales.
No dejó ningún detalle librado al azar. En una reunión celebrada en el fuerte de San Carlos, a 200 kilómetros al sur de Mendoza, le pidió permiso al cacique pehuenche Ñancuñan para pasar por sus tierras, al pie de la cordillera. Sabía que la información se filtraría a los españoles.
San Martín había logrado armar un ejército de 5423 hombres, de los cuales unos 3600 eran cuyanos. También se reclutaron 710 esclavos que fueron a engrosar la infantería. Pensar que cuando se había hecho cargo de la gobernación, lo acompañaban 180 reclutas del Batallón N° 8 de Buenos Aires.
Del otro lado de la cordillera, aguardaban 7600 españoles. Aunque no sabían dónde hacerlo.
La bandera
Fue en la cena de la Nochebuena de 1816 que San Martín propuso a las mujeres allí reunidas la confección de una bandera. Mercedes Alvarez, Margarita Corvalán, su esposa Remedios y Laureana Ferrari, futura esposa de Manuel Olazábal, tuvieron la tarea de confeccionarla. El general le indicó que debía estar lista para el día de su jura, prevista para el 5 de enero. Fue difícil hallar la tela adecuada, pero en la madrugada de ese día estuvo lista.
Ese 5 de enero, a las cinco de la mañana, el ejército salió de El Plumerillo, haciendo sonar sus tambores. A la ciudad de Mendoza, con sus calles engalanadas, ingresaron por la cañada y fueron recibidos con los repiques de las campanas de las iglesias. Los jefes y oficiales se dirigieron al Convento de San Francisco y consagraron a la Virgen del Carmen patrona del ejército. En la iglesia matriz el canónigo José Lorenzo Güiraldez bendijo a la bandera, colocada en una bandeja de plata, además del bastón de mando y el sable de San Martín, y luego se celebró misa, con procesión incluida.
A las cuatro de la tarde, de vuelta en El Plumerillo, se hizo la jura. “Soldados. Esta es la primera bandera que se ha levantado en América. Jurad sostenerla, muriendo en su defensa, como yo lo juro”, alentó San Martín.
En la ciudad hubo tres días de fiesta. Y las autoridades organizaron comidas y recepciones para los oficiales y hasta hubo una corrida de toros.
Era momento de aplicar el operativo engaño que había ideado San Martín. Primero partieron divisiones ligeras que fueron seguidas, el día 9, por 40 infantes y 100 de caballería que cruzarían por el Paso de Guana, en San Juan. Otros 130 infantes lo harían por Come Caballos, en La Rioja. Los 80 infantes y 25 granaderos al mando de Freire cruzarían por El Planchón, en el sur mendocino y 55 hombres por El Portillo, un poco más al norte que el anterior.
El 17 de enero partió la vanguardia y luego lo hizo el grueso del ejército que alcanzaría Chile por los dos pasos centrales, Los Patos y Uspallata. El 19 fue el turno de la división más numerosa, al mando de Estanislao Soler, Bernardo O’Higgins y José Matías Zapiola.
El frente de los cruces ocupó 800 kilómetros y San Martín calculó que para el 21 ya habrían de haber dejado la provincia.
Se llevaron 120 disparos para cada pieza de artillería, 900 mil cartuchos de fusil y 180 cargas de armas de repuesto. La expedición incluía médicos y sus encargados; una compañía de obreros; 120 trabajadores con sus herramientas para hacer transitables los caminos; 1200 hombres de milicias encargados de las mulas de repuesto y el transporte de la artillería. Entre la carga se contaban provisiones para 15 días para 5200 hombres y 113 cargas de vino para suministrar a cada soldado una botella diaria.
La alimentación prevista era carne curada, sazonada con pimienta; se llevaron además 700 bueyes y la dieta incluyó maíz tostado, galleta y una importante cantidad de cebolla y ajo, éste último indispensable para combatir el apunamiento, especialmente en los animales, a los que se debía refregar con ajo sus hocicos. De las 9281 mulas y 1600 caballos, solo 4300 mulas y 500 caballos llegaron a Chile.
Muchos soldados además perecieron por los intensos fríos, la escasez de leña y la falta de agua.
San Martín solo llevaba 14.000 pesos para todo el ejército. Bartolomé Mitre describió que iba vestido con una chaqueta y abrigado con pieles de nutria y arriba un capote de campaña. Calzaba botas granaderas con espuelas de bronce, ceñido a su cintura su sable corvo comprado de segunda mano en una tienda de Londres y su típico sombrero falucho atado y, por las dudas, sostenido por un pañuelo, debido a los fuertes vientos.
Tenía problemas de salud. En 1814 había comenzado a sufrir de úlcera, que se revelarían en ataques de sangre, como él los describía y ya, estando en Mendoza, para poder dormir, debía hacerlo sentado en una silla, producto seguramente del asma. Su círculo de ayudantes no veía con buenos ojos el uso desmedido que hacía del opio, para aliviar sus dolores reumáticos.
Aun así, llegó a Chile al frente de su ejército. Luego de algunas escaramuzas con avanzadas realistas, el 10 de febrero las dos columnas principales se reunieron en la cuesta de Chacabuco. La mayor locura de la historia ya era una genial realidad.
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