Este martes 8 de diciembre la Iglesia celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, dogma proclamado por el Papa Pío IX en 1854.
El 8 de diciembre la Iglesia celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, doctrina de origen apostólico que fue proclamada dogma por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 con la bula Ineffabilis Deus.
La Inmaculada Concepción hace referencia a la manera especial en que fue concebida María. Esta concepción no fue virginal ya que ella tuvo un padre y una madre humanos, pero fue especial y única de otra manera.
El Catecismo de la Iglesia Católica describe que: “Para ser la Madre del Salvador, María fue ‘dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante’. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como ‘llena de gracia’. En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios”.
“A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María ‘llena de gracia’ por Dios (como se señala en Lucas capítulo1, versículo 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que asegura el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:
‘»La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano’, según enseña la Iglesia.
Para los católicos, la Virgen nunca pecó, debido al modo de redención que se aplicó a María en el momento de su concepción, ya que ella no solo fue protegida del pecado original, sino también del pecado personal.
Los padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» (Panaghia), la celebran «como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo». Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.
Por ello, María no necesitaba que Jesús muriera en la cruz. Ella fue concebida inmaculadamente como parte de su ser “llena de gracia” y así “redimida desde el momento de su concepción” por “una singular gracia y privilegio de Dios Todopoderoso y por virtud de los méritos de Jesucristo, salvador de la raza humana”.
Tal como lo explica el catecismo, esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que María fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción», le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo». El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor».
El catecismo describe: “De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, ‘llena de gracia’, es ‘el fruto más excelente de la redención’; desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida».
Según enseña la doctrina católica, aquellos que mueren en la amistad con Dios y van al Cielo serán liberados de todo pecado y mancha de pecado. Serán así todos vueltos “inmaculados” («intachable») si permanecemos fieles a Dios.
Incluso en esta vida, Dios nos purifica y prepara en santidad y, si morimos en su amistad pero imperfectamente purificados, Él nos purificará en el purgatorio y nos volverá inmaculados. Al dar a María esta gracia desde el primer momento de su concepción, Dios nos muestra una imagen de nuestro propio destino. Él nos muestra que esto es posible para los seres humanos a través de su gracia.
En palabras de San Juan Pablo II, podemos decir que “María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión”.
“Fijemos, por tanto, nuestra mirada en María, icono de la Iglesia peregrina en el desierto de la historia, pero orientada a la meta gloriosa de la Jerusalén celestial, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor”.
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