Tras el derrocamiento del presidente Bashar Al Assad, el país inicia un periodo de incertidumbre a la sombra de una posible «balcanización» y ante la amenaza de un «modelo libio». La comunidad internacional pide estabilidad a los rebeldes sirios.
Multitudes de sirios celebraron el domingo la caída del gobierno de Bashar Al Assad, derrocado por una fulgurante ofensiva de grupos rebeldes liderados por islamistas que llegaron a Damasco, sumiendo al país en la incertidumbre.
Al Assad, quien dirigió Siria con puño de hierro desde su llegada al poder hace 24 años, dimitió y dejó el país, afirmó Rusia, su principal aliado. El Kremlin confirmó a agencias de noticias rusas que viajó a Moscú junto con su familia.
Decenas de personas irrumpieron en su lujosa residencia en Damasco, la capital. La casa del mandatario alauita, quien sucedió a su padre Hafez Al Assad que gobernó el país de 1971 a 2000, fue también saqueada.
Una sala de recepción del palacio presidencial, situado en otro barrio, fue incendiada, al igual que edificios de entes de seguridad cuando la alianza rebelde liderada por los islamistas de Hayat Tahrir al Sham (HTS) implementó un «toque de queda».
El anuncio se produjo horas después de su entrada en la capital siria, tras una fulgurante ofensiva lanzada desde la provincia de Idlib, en el noroeste del país, el 27 de noviembre.
Al menos 910 personas, entre ellas 138 civiles, murieron desde el inicio de la ofensiva, indicó el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH), un organismo que monitorea el conflicto desde Londres, pero cuenta con una extensa red de informantes en el terreno.
La violencia también desplazó a 370.000 personas, según la ONU, en un país que sufrió una sangrienta guerra civil provocada por la represión de masivas manifestaciones prodemocracia durante la «Primavera Árabe» de 2011.
Los rebeldes anunciaron «el fin de esta era oscura y el comienzo de una nueva era para Siria»
El líder islamista de la coalición rebelde, Abu Mohamed al Jolani, su nombre de guerra, llegó el domingo a Damasco y se dirigió a la célebre mezquita de los Omeyas donde pronunció un discurso. Fue recibido por una multitud entre gritos de «Allah Akbar» (Dios es grande).
Decenas de personas salieron a las calles para celebrar la caída del gobierno. Imágenes mostraron personas pisoteando estatuas de Hafez al Assad, el padre de Bashar. «¡Siria es nuestra, no es de la familia Asad!», gritaron combatientes en las calles de Damasco.
En la plaza de los Omeyas, se podía escuchar disparos como señal de alegría. Habitantes relataron cómo algunos soldados del ejército sirio se deshicieron de sus uniformes al abandonar el cuartel general situado en la plaza.
«Después de 50 años de opresión bajo el gobernante partido Baaz, y 13 años de crímenes, tiranía y desplazamiento [desde el comienzo del levantamiento en 2011] anunciamos hoy el fin de esta era oscura y el comienzo de una nueva era para Siria», afirmaron los rebeldes.
La caída del gobierno abre un periodo de incertidumbre en Siria, fragmentada por una guerra civil que mató a casi medio millón de personas desde 2011. El conflicto dividió al país en zonas de influencia, con fuerzas beligerantes apoyadas por potencias extranjeras.
El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, celebró el fin del «régimen dictatorial» de Siria. Los gobiernos de Francia y Alemania celebraron la caída de Al Assad, pero instaron también a rechazar «toda forma de extremismo».
Hay que evitar que Siria «caiga en el caos», advirtió Qatar, mientras Arabia Saudita pidió proteger al país del «caos y la división». Turquía, muy influyente en Siria donde respalda algunos grupos rebeldes, pidió por su parte una «transición» pacífica en el país y afirmó estar en contacto con los rebeldes para garantizar la seguridad.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, calificó el derrocamiento de Al Assad como un «día histórico» en Oriente Medio y describió al mandatario como un «eslabón central» del «eje del mal» dirigido por Teherán.
El dirigente ordenó a su ejército «tomar» una zona de distensión desmilitarizada en los Altos del Golán, un territorio sirio ocupado y anexado por Israel. El Estado hebreo no permitirá que «ninguna fuerza hostil» se establezca en la frontera, dijo.
La caída de la dinastía Al Assad deja a Siria ante una realidad fragmentada
El final de la familia Al Assad, tras más de medio siglo gobernando Siria con puño de hierro, representa la eliminación de un instrumento de cohesión concebido a golpe de atrocidad contra el pueblo sirio
El golpe además significa la apertura de una nueva era marcada especialmente por la guerra civil precedente, así como por la existencia numerosos grupos políticos y armados diseminados por el país, condicionados muchos de ellos por potencias extranjeras como Estados Unidos, Rusia o Turquía.
Bashar al Assad dejó el poder por la fuerza, incapaz de contener el avance imparable de un heterogéneo colectivo de fuerzas de oposición que comprende a yihadistas, milicias kurdas cargadas de reivindicaciones históricas, grupos armados rebeldes asistidos por Turquía y un conglomerado de facciones locales del sur del país.
Su régimen cayó después de una ofensiva de estos grupos de oposición desde varios frentes, principalmente desde el noroeste y el sur del país, más el empuje adicional de los grupos kurdos en el noreste sirio.
Las primeras horas de la Siria sin los Al Assad estuvieron marcadas por llamamientos internacionales a evitar la «balcanización» de un país donde ahora mismo coexisten una administración kurda establecida en el noreste (la Rojava), un bastión yihadista en la provincia de Idlib y un vacío político en una capital que se está convirtiendo a lo largo del día en el germen de un esfuerzo para comenzar un diálogo de transición, de resultado todavía incierto, en especial después de 15 años de guerra civil que ha costado más de 350.000 vidas y una crisis humanitaria catastrófica, según la ONU.
El conflicto no terminó ni mucho menos: Turquía sigue emprendiendo su campaña militar contra los grupos kurdos a lo largo de su frontera con el norte de Siria, los mismos que han recibido el apoyo de Estados Unidos para combatir a las células itinerantes de la organización yihadista Estado Islámico que todavía pululan por el país, y tienen a miles de familiares e hijos retenidos en condiciones infrahumanas en las cárceles kurdas como la de Al Hol.
«Lo último que nos faltaba», reconoció este fin de semana el asesor de seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, «es que Estado Islámico volviera a explotar en este escenario».
A todo esto, hay que agregar un escenario regional también marcado por la transformación constante a través del conflicto, próximo o más lejano.
La erosión causada por guerra en Ucrania llevó a Rusia a reducir el respaldo imprescindible que concedía a Al Assad para sujetar a los grupos de oposición.
Los hombres fuertes de Siria, a la espera de ver el comportamiento del aparente líder de la ofensiva, el jefe de los yihadistas de Hayat Tahrir Al Sham, Abú Mohamed Al Golani, desaparecieron.
El fin de los Al Assad: medio siglo de autocracia y guerra
El padre de Bashar Al Assad, Hafez, un oficial de la fuerza aérea, ayudó a liderar la toma del gobierno por parte del Partido socialista Baaz en 1963 antes de asumir él mismo el poder mediante un golpe militar incruento en 1970.
Su hijo asumió el poder en el año 2000 bajo promesas de un camino de reformas, liberalización económica y cierto aperturismo democrático que desaparecieron al año de llegar al cargo, cuando empezó a sofocar todo amago de oposición política.
Cuando en 2005, los grupos de oposición se unieron para emitir una declaración en la que exigían elecciones parlamentarias libres, Al Assad respondió encarcelando a sus principales firmantes, marcando el patrón que seguiría durante el lustro siguiente hasta el estallido en 2011 de la Primavera Árabe en el país, el comienzo de la guerra civil siria.
Dos años después, Estados Unidos acusaba a Al Assad de la comisión de atrocidades al declararle responsable de un ataque químico con gas sarín que dejó 1.400 muertos cerca de Damasco. El Gobierno de Al Assad responsabilizó del ataque a extremistas islámicos, pero acabó aceptando un plan ruso-estadounidense para que observadores internacionales asuman el control de las armas químicas de Siria.
En 2015, la guerra se convirtió en un punto de inflexión con la incorporación definitiva de Rusia en una campaña militar con apoyo técnico de Irán que logró paralizar las operaciones rebeldes y yihadistas, confinados hasta hace solo doce días a menos de la mitad del país en medio de una relativa calma.
Estados Unidos y sus aliados se negaron a reconocer al mandatario como ganador de las últimas elecciones de 2021 y Al Assad tampoco se libró en los últimos años del escepticismo de países árabes que apuntaban a Siria como centro de producción del narcotráfico -la anfetamina Captagon – para financiar las operaciones militares contra la oposición.
Assad y su familia se refugiaron en Moscú bajo condición de asilados por motivos humanitarios, lejos de un país que comienza a partir de ahora una transición enormemente difícil.
El peor escenario que contemplan los analistas es un «modelo libio», caracterizado por la desaparición de un líder autocrático (Gadafi, linchado hasta la muerte en octubre de 2011), fragmentado entre autoridades paralelas y una ausencia de Estado de Derecho rellenada por grupos armados de toda índole, y donde los civiles acabarían siendo una vez más la primera víctima del caos en un país donde, recuerda la ONU, más de 16,7 millones de personas están en situación de emergencia alimentaria.
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