La imagen de un grupo de militantes frente a un cartel de CTERA, el más poderoso de los gremios docentes, es escandalosa, cruel, patética. Después de haber acompañado y avalado la mayor catástrofe educativa de la que tengamos memoria, los jóvenes sindicalistas no se podían perder el velorio de Diego Maradona.
La imagen tomada el jueves no deja lugar a dudas. Sobre la reja de la calle Balcarce, bajo un guardapolvo blanco escrito cuelga el cartel de CTERA, el más poderoso de los gremios docentes. Debajo se lee “GRACIAS DIEGO”. Delante del cartel, seis jóvenes, tres hombres y tres mujeres sin barbijo y sin distanciamiento social, miran a la cámara.
Dos de ellos se llaman Guadalupe y Emanuel (de pie a la derecha de la foto). Son la hija y el yerno de Eduardo López, el poderoso patrón del sindicato docente. Integran la nueva camada militante en la UTE, Unión de Trabajadores de la Educación, una organización de base que forma parte de CTERA. El Sr. López, mientras tanto, fue visto en la Casa Rosada durante el velatorio.
Es una imagen curiosa, absurda, escandalosa, cruel, ridícula, patética. El lector puede elegir el adjetivo con el que mejor se identifique, todos caben en la foto. Después de haber acompañado y avalado la mayor catástrofe educativa de la que tengamos memoria, los jóvenes sindicalistas no se podían perder el velorio de Diego Maradona.
Si la muerte de Maradona fue una poderosa metáfora de la Argentina contemporánea, la imagen del sindicato docente que decidió arrancar de cuajo el derecho a la educación de millones de niños y adolescentes marca un antes y un después.
Las imágenes tienen siempre un poder enorme. Frente a su elocuencia es poco lo que se puede agregar. La palabra de CTERA ha perdido todo valor y nos dice a gritos que se puede ir al velorio, pero no se puede ir a trabajar. La reputación de un gremio que alguna vez fue conducido por el ejemplar Alfredo Bravo ha caído por el piso. No deja de ser una oportunidad para que muchos y muchas docentes reflexionen sobre su rol en nuestro destino colectivo.
Todos hemos pasado meses durísimos. Quienes tenemos hijos en edad escolar hemos debido hacer malabares para sostener la formación de niños y jóvenes que perdieron sus rutinas, su método de estudio y sus derechos. En las primeras semanas de la cuarentena la experiencia parecía diferente. De pronto, las familias se encontraron compartiendo más tiempo con los chicos. De la nada, la vida se había convertido en un eterno domingo de lluvia en casa. Pero con el tiempo la cuarentena mostró su rostro más oscuro. A la incertidumbre de los padres se sumó la de los hijos. Las horas entre pantallas se hicieron cada vez más largas. Las tensiones frente a la convivencia forzosa alteraron las dinámicas de innumerables familias. La transformación del hogar en oficina no fue algo fácil. En cada casa, mamás y papás nos debimos multiplicar para intentar cumplir nuevos roles. Y lo hicimos cómo pudimos.
La escuela no es sólo un espacio de aprendizaje de contenidos, es también la institución en la que nuestros chicos y chicas desarrollan sus emociones, su contacto con reglas y límites, la idea de que forman parte de un grupo y muchísimas otras instancias clave en su formación de las que fueron privados sin entender del todo el por qué y el para qué. Los resultados de este experimento social serán malos, pésimos o desastrosos, jamás buenos o neutros. Todavía no estamos en condiciones de medir los daños de manera objetiva. Qué perdimos y cuánto perdimos es aún un enigma para investigadores, pedagogos y sociólogos en todo el mundo. Tampoco sabemos si lo perdido se podrá recuperar y en cuánto tiempo.
Cargada de contrabando ideológico, de prejuicios y también de ignorancia la cuestión educativa pudo haber tomado otro camino. Así sucedió en una larga lista de países que nunca -o sólo excepcionalmente- cerraron sus escuelas. ¿Por qué lo hicieron? ¿Fueron irresponsables verdugos de sus docentes? ¿En qué pensaron sus líderes? ¿Cuáles fueron las prioridades?
Nuestros sindicatos docentes rechazaron una y otra vez este camino. Pusieron el argumento de la salud de sus afiliados por encima de todo.
Pero era mentira. Lo comprobamos el jueves pasado. El velorio mató al aula.
Como reza el antiguo refrán: “Donde dije digo, digo Diego”. Nunca más oportuno. Nunca más triste.
Fuente: INFOBAE.
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